jueves, 4 de febrero de 2016

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El incendio de los arrozales

            Había una vez un viejo muy sabio, que vivía en lo alto de una montaña, allá en el Japón. Alrededor de su casa, la tierra era llana y fértil y toda cubierta de arrozales. Estos arrozales pertenecían a la gente de un pueblecito situado más abajo, entre la alta montaña y el gran mar azul. La playa era tan estrecha que apenas había sitio bastante para las casas, por cuya razón los campesinos habían hecho sus arrozales en la montaña, donde fluían numerosas fuentes.
            Todas las mañanas y todas las noches, el viejo y su nietecito que vivía con él, miraban el ir y venir de la gente en la estrecha calle del pueblo y alrededor de sus casitas. Al pequeño le gustaban los arrozales porque sabía que ellos procuraban el alimento, y estaba siempre dispuesto para ayudar a su abuelo a abrir o cerrar los canales de riego y para cazar los pájaros ladrones en el tiempo de la cosecha.
            Un día, el arroz estaba casi maduro y las hermosas espigas amarillas se mecían al sol, el abuelo estaba de pie ante la casa y miraba a lo lejos cuando, de pronto, vio algo muy extraño en el horizonte. Una especie de gran nube se levantó allí, como si el mar se hubiera subido hacia el cielo. El viejo se protegió  la vista con sus  manos y miró más fijamente; en seguida entró en la casa.

            -¡Yone! ¡Yone! –gritó-. Coge un tizón de fuego y tráelo aquí.
            El pequeño Yone no comprendió para qué necesitaba fuego su abuelo, pero como tenía la costumbre de obedecer, llegó corriendo con un tizón. El viejo, que ya había cogido otro, corría hacia el arrozal más próximo. Yone le seguía extrañado. Pero, cuál no fue su espanto, al ver a su abuelo lanzar el tizón encendido en el campo de arroz.

            -¡Oh, abuelo! –exclamó-. ¿Qué hace?
            -¡Deprisa, deprisa, echa el tuyo! ¡Prende fuego!
            Yone creyó que su abuelo se había vuelto loco y se puso a llorar; pero un niño japonés obedece siempre, de manera que, aún llorando, lanzó su antorcha en medio de las espigas, y una llama roja subió sobre los rastrojos, secos y apretados. El humo negro se elevaba hasta el cielo. La llama se extendía devorando la preciosa cosecha.
            Desde abajo, el pueblo vio aquel espectáculo y lanzó un grito de horror.
            ¡Ah! ¡Cómo corrían y trepaban todos a lo largo del sendero tortuoso! Ni uno solo quedó atrás. Hasta las madres llegaban, apresuradas, llevando a sus hijos sobre la cadera. Cuando llegaron a la planicie y vieron sus arrozales desvastados de aquella manera, gritaron con rabia:

            -¿Quién ha hecho esto? ¿Cómo ha sucedido?
            -He sido yo quien lo ha incendiado –respondió el viejo gravemente.
            Yone sollozó:
            -El abuelo lo ha incendiado.
            Cuando se acercaron a ellos amenazándoles con sus puños y gritando:
            -¿Por qué, por qué?

            El viejo se volvió, y extendió la mano hacia el horizonte.
            -Mirad hacia allí –dijo.

            Todos se volvieron y miraron. Y en el lugar donde el gran mar azul se extendía tranquilo unas horas antes, se levantaba ahora una espantosa muralla de agua desde la tierra hasta el cielo. No se oyó un solo grito. Aquella visión era terrible.

            Unos momentos de espera… los corazones latían… y la muralla de agua rodó hacia la tierra y se abatió sobre la playa rompiéndose como un ruido espantoso contra la montaña. Una ola tras otra… no se veía más que agua; el pueblo había desaparecido.

            Pero los habitantes se habían salvado. Y cuando comprendieron lo que el viejo había hecho, le rodearon de honores y cuidados, ya que gracias a su presencia de espíritu, les había salvado del maremoto.





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