EL SOLDADITO DE PLOMO.
Hans
Christian Andersen
Érase una vez un niño
que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante
el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.
Uno de sus juegos
preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía
enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron,
se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto
de fundición.
No obstante, mientras
jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de
todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus
juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al
colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado
entre los otros juguetes.
Y así fue como un día
el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los
dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse
cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una
tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno
para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros
soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su
valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le
respondía con vehemencia que no.
Pero las miradas
insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el
diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte
de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre
soldadito.
Finalmente, una
noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de
mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se
ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es
un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo
ruborizándose.
¡Pobres estatuillas
de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!
Pero un día fueron
separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.
-¡Quédate aquí y
vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer
de centinela!-
El niño colocó luego
a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.
Pasaban los días y el
soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.
Una tarde estalló de
improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la
figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con
la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y
la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros,
pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las
alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara,
cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se
lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los
charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se
escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.
Fue así como vieron
al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.
-¡Qué lástima que
tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.
-Cojámoslo
igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.
Al otro lado de la
calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que
llegó hasta allí no se sabe cómo.
-¡Pongámoslo encima y
parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.
Así fue como el
soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del
riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita.
En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.
Enormes ratas, cuyos
dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito
marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas
míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros
en sus batallas!
La alcantarilla
desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin
remedio empujada por remolinos turbulentos.
Después del
naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en
las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su
mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el
de no volver a ver jamás a su bailarina...
De pronto, una boca
inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el
oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído
por los brillantes colores de su uniforme.
Sin embargo, el pez
no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al
poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.
Poco después acabó
agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados
como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito,
se acercó al mercado para comprar pescado.
-Este ejemplar parece
apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el
pescado expuesto encima de un mostrador.
El pez acabó en la
cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida
con el soldadito en sus manos.
-¡Pero si es uno de
los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y
cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.
-¡Sí, es el mío! -exclamó
jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.
-¡Quién sabe cómo
llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado
desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su
hermanita había colocado a la bailarina.
Un milagro había
reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos,
durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.
Pero el destino les
reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana
y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.
El soldadito de
plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba
encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para
salvarla.
¡Qué gran enemigo es
el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros!
Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía.
Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la
desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de
sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.
El plomo de la peana
de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la
forma de corazón.
A punto estaban sus
cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las
dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde
entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el
destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.
estuvo padre mizz
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