La
visita de las arañas
Ahora
voy a contaros algo que le ocurrió a un árbol de Navidad hace mucho, muchísimo
tiempo, tanto, tanto, que ya se me ha olvidado cuánto.
Era
vigilia de Navidad, el día de Nochebuena ¿sabéis? El árbol estaba bien adornado
con sus velas, sus bolas brillantes, sus naranjas alegres, sus manzanas rojas,
sus nueces doradas y muchos, muchos juguetes. Era de verdad un árbol muy
hermoso.
Estaba solitario en el gran salón con las puertas bien
cerradas para que los niños no pudiesen verlo hasta la mañana del día de
Navidad. Pero todas las personas mayores lo habían visto y lo encontraban
maravilloso.
El
gatito también lo había visto con sus grandes ojos verdes; le había dado la
vuelta mirándolo por todas partes. También lo había visto el perro guardián con
sus ojos cariñosos; el canario amarillo lo había contemplado con los ojillos
negros antes de dormirse en un rincón de su jaula. Hasta los ratoncillos
grises, a pesar del tremendo miedo que les daba el gato, se habían atrevido a
echar un vistazo al árbol en un momento en que no había nadie.
Pero
no todos habían tenido tanta suerte; alguien no lo había visto. Eran… ¡las
arañas!
Las arañas, como sabéis, viven en los rincones. En los
rincones soleados de las buhardillas y en los oscuros rincones de los sótanos.
Habían resuelto contemplar el magnífico árbol, igual que los demás de la casa.
Pero desgraciadamente, justito antes de
Navidad hubo un barullo de limpieza en toda la casa; las criadas lo habían
recorrido todo, barriendo, fregando, sacudiendo, encerando, desde el sótano
hasta la buhardilla. La escoba llegaba a todos los rincones –ris ras, ris ras-
y el plumero no dejaba una telaraña, zip zap, zip, zap. Nadie podía parar en
casa con tal batiburrillo. Por eso ellas no habían podido ver el árbol de
Navidad.
A las
arañas les gustaba mucho saber todo lo que pasa y ver todo lo que hay que ver;
así es que estaban muy enfadadas. Al fin pensaron: “¿Y si se lo contáramos al
Niño? Quizás Él lo arreglaría.”
Así,
pues, se acercaron al Niño Jesús y le dijeron: “Querido Niño, todo el mundo en
la casa ha visto el árbol de Navidad y mañana lo verán hasta los pequeños. Pero
a nosotras no nos dejarán entrar y no lo podremos ver ni por asomo. Tú sabes
bien que nosotras somos muy caseras, que no salimos nunca, que nos gustan las
cosas bonitas…, pero ahora han hecho limpieza… y ¡nos han echado! No podremos
ver el árbol; no lo podremos ver.”
El
Niño se compadeció de las pobrecitas arañas y les dio permiso para que fuesen a
contemplar el árbol.
Por
la noche, cuando todos dormían, las dejó llegar al gran salón. Las arañas
fueron bajando de la buhardilla quedito, quedito; quedito, quedito, fueron
subiendo de los sótanos; con sumo cuidado se deslizaron por debajo de la puerta
y se encontraron en el gran salón. Estaban todas: las mamás-arañas y los
papás-arañas, las abuelas-arañas y los abuelos-arañas, hasta las arañas
pequeñas, hasta las arañas-bebés. Corrieron por el suelo con sus ocho patitas y
llegaron al pie del árbol.
Y
entonces treparon quedito, quedito, de rama en rama, hasta llegar a lo más alto
¡Trepaban y miraban! ¡Estaban tan contentas y encontraban el árbol tan bonito!
Arriba, abajo, en la punta de las ramas, en el tronco, en las velas, en los
juguetes, quedito, quedito pasaban…
Estuvieron
allí hasta que lo hubieron visto todo; y entonces se volvieron al sótano tan
contentas, tan contentas…
Y
como la Nochebuena estaba ya muy avanzada, el Niño Jesús bajó para bendecir el
árbol y todas las cosas bonitas que lo adornaban. Pero cuando llegó allí ¡a que
no adivináis lo que halló! ¡Telarañas!
Por
todas partes donde las arañas habían pasado, habían dejado sus largos hilos de
seda. ¡Y ya os he dicho que habían pasado por todas partes… !
¡Era una cosa muy rara ver toda aquella maraña de hilo
gris cubriendo el árbol!
¿Qué
haría el Niño? Él sabía que a las mamás no les gustan nada las telarañas. No,
de ninguna manera. ¡Un árbol de Navidad cubierto de telarañas! ¡Imposible!
El
Niño Jesús pensó un momento. Luego tocó el árbol con su dedo y he aquí que
todas las telarañas empezaron a resplandecer como si fueran de oro. ¡Brillaban
y rebrillaban entre las ramas; y los largos hilos dorados lo cubrían todo!¡Qué
maravilloso era!
Desde
entonces siempre se colocan hilos dorados en el árbol de Navidad.
Esta muy padre Miss.Asta mañana.
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